Artetipos # 68
08
02
Sin título
Efraím Blanco
Cómo no vivirte agradecido
si tú los recoges por un instante
y los vuelves parte de tu voz interior,
de tu respiración
y el rítmico fluir de tu sangre.
“Los versos de
la calle”, J. E. Pacheco
El poeta
camina avenidas rescatando versos de las banquetas, señalándolos para que no se
esfumen en la nada, los plasma en paredes, los redacta en el teclado. Roberto
Monroy, en cambio, siembra palabra por palabra como si fueran, cada una, una
preciada cosecha de maíz, y acomoda en el paisaje de los ojos un melancólico
campo de siembra: el páramo en discurso de aves terrestres y sus sombras
proyectadas con el sol de la tarde; un rincón de su rostro y su mirada. Así
entrega Páramo en conferencia,
primera reunión de textos para lenguadediablo editorial, y publicados bajo la
colección almadegatopoesía, como una bella carta de presentación plagada de
imágenes.
El canario sentado frente al escritorio se
desviste en versos, destinta su pluma con notas profundas y graves; trina
abismos, realidades. Roberto niño se asoma a espiarlo, susurra semillas a la
tierra fría, dicta lento y seguro la intensidad de esas mañanas, la mirada de
su abuela, el parto de su padre. Pájaro retórico que recuerda nombres
invisibles sale a jugar con serpientes. En el centro del poema crece el olivo y
entre sus ramas trepa una hiedra. El autor invita en la segunda estancia a dar
la vuelta por el jardín que dibuja con velas de una luz que enceguece, que
entierra la caída de las palabras.
Un cuervo abre su vientre y muestra el dolor
de la ausencia, la dolorosa distancia de un par de manos que no pueden tocarse,
un encuentro con la muerte. El ritmo de la noche se pierde en un silencio. Una furia hacia Dios quema por dentro, todo
arde. La soledad nos hace sentir que somos
mientras ensordecemos. “No hay una segunda impresión / cuando enseñas el
rostro”, dice el cuervo cansado de la rutina.
La poesía de Monroy responde a un grupo de
locos tristes con la llama encendida de la revolución, y mira a su alrededor
preguntando qué otra cosa podría sucederle al mundo. Parece tener un espíritu
de cincuenta años, y con ello, el desencanto de la escuela del poeta del jardín,
Ricardo Castillo, quien no se avergüenza en afirmar que “no hay tristes que
sean pendejos”. Y es así, una tristeza sublime, que en lugar de marchitarse,
embellece pensamientos que se afinan tras una jornada de arar con el corazón la
palabra: inteligencia que cuestiona y no se conforma con lugares cálidos y
conocidos, sino intenta crear un paisaje propio, y al escribirlo, de todos.
El páramo vuelto papel grita bandada de
lechuzas, el verano entre los dedos funciona de oyente. Es justo que se entinte
tu voz y que tus versos se queden suspendidos entre los surcos de espigas que
crecen y destellan. Que el olivo se eleve para que te columpies. Es justo que
la poesía sobreviva y nos haga vivir, a pesar del tremendo futuro que nos
espera. Justicia que poemas vean la luz en estos momentos donde sabemos que
dejar de trabajar las ideas nos aseguraría la ruina, una mala cosecha. Todo
este cuaderno: limpio, sencillo, rojo, aporta un puñado de tierra fértil al
arte de la nueva literatura mexicana.
El poeta camina la calle llena de versos, los
escoge y guarda en su bolso hasta encontrar una pluma para grabarlos en su mano
derecha, lento los recoge hasta llenar también su boca. Roberto Monroy
sobrevolará nuestras cabezas después de leerlo: cuervo pájaro canario en la
certeza del viento que sopla el páramo,
ya sentimos caer tus plumas, nos acarician el rostro.
03
El jinete
Todos somos migrantes, migramos de personas, migramos de
emociones, migramos nuestros pensares y también ¿por qué no? de geografías.
Migramos por hartazgo, ¿o migramos para buscar?
Migramos de cualquier permanencia o ¿migramos para huir principalmente
de nosotros?
Pero tal vez no migramos, tal vez sólo cambiamos,
"por cambiar nomás" o tal vez por ser ésta, la esencia misma del
cosmos.
El caso es que Víctor Gochez migró (¿o cambio?) en el
sentido opuesto a la mayoría: Pasó de una ciudad como el “defectuoso”, que lo
tiene todo, a lo rural, en donde escasea
todo lo urbano. La vida lo lleva a la provincia, y así se reconoce también en
lo rural, lo atrae, no por el canto de sirenas, sino por los corridos de José Alfredo.
Busca lo rural hasta en la provincia, actualmente vive en "El
Pueblito", que es un conjunto de casa en medio de donde las rutas pasan
por la Avenida Morelos de Cuernavaca, conjunto de casas de viejos ladrillos y tejas,
casa abandonadas (¿por ser rurales?) de techos caídos. Su casa mantiene el
techo (¿por milagro?) No, yo creo que es
por la energía de su alma infantil, por su sabia ingenuidad, que sin proponérselo
lo sostiene. O tal vez (y sobre todo)
por la defensa que él hace sin darse cuenta, de un mundo que nosotros extinguimos
desgraciadamente, de muchas formas día a día.
Por dentro, su casa no es una casa, es un set-taller, un
teatro lleno de presencias, máscaras, disfraces, personajes nerviosos y
ansiosos por salir a la tercera llamada (como en la gran ciudad).
Víctor Gochez es muy urbano... Tiene ojos urbanos y manos
rurales, piensa como urbano y siente como rural, esto es su problema y su mayor
virtud. Por esto, inevitablemente, la realidad la padece, o apenas la soporta;
la única salida que tiene es el humor negro para migrarse del mundo y de sí
mismo. El Humor y la creatividad lo salvan de la realidad (¿real-urbana?) Por
eso Víctor Gochez se transporta (o
migra) y nos transporta (o nos migra) a través de sus cuadros, como en el
espejo de Alicia, donde el pensar (urbano) se transmuta en sentir (rural), nos
lleva a un mundo lleno de misterio, en el que
persigue a Leonardo Da Vinci, quiere arrancarle el misterio del sfumato
y resolver así y de una vez por todas, el misterio de la sonrisa en la comisura
de ojos y labios de la Mona Lisa. Así
nos invita a pasar al misterio, a partir o mirar a otra dimensión, donde todo
sea posible o mejor dicho, nada sea imposible, donde lo imposible sea la
realidad… Donde la realidad-real quede fuera, y la fantasía-realidad sea la
realidad real. Y sobretodo (y esto, habríamos de agradecerle) transforma como
un Chaman lo urbano en rural.
Víctor Gochez es un ateo religioso, que sorprende con su facilidad de reír (o burlarse) de todo, o casi todo. Su
obra últimamente (rural como ella sola) no tiene límites, ni pudor para crear vacas bipolares, toros que vuelan, Zapatas
clonados por todos lados y jinetes que vagan (como todos nosotros) solitos en
el mundo.
Finalmente Víctor Gochez representa en esta ocasión, tal
vez una de las últimas oportunidades para re- apreciar en lo que vale, lo
rural; sus cuadros huelen a campo llovido, a ocote, a café de olla, a tortillas
del comal, a frijoles con epazote ,también suenan y mucho, a corridos
revolucionarios, nos muestra una ruralidad que desgraciadamente perdemos,
segundo a segundo, cuando migramos o cambiamos, todo (y en todos los sentidos)
de lo rural a lo urbano; Víctor Gochez es
un grito a campo abierto, en favor de lo
perdido, ¿irremediablemente?
EFRÉN
GALVÁN
04 y 05
Josu Landa
El caminar
de la poesía
Ricardo
Venegas
Josu Landa (Caracas, 1953) es catedrático
en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en áreas como filosofía de la
literatura y ética. Esta labor se advierte en sus libros Más allá de la
palabra (1996) y Poética (2002). Es autor de varios poemarios entre
los que destaca Treno a la mujer que se fue con el tiempo (1996, Premio
de Poesía Carlos Pellicer). La editorial Monte Ávila publicó en 2006 Estros,
la antología que mejor representa su labor poética. También ha publicado Zarandona
(2000), primera novela endógena de la diáspora vasca que comenzó en 1936, a
raíz del alzamiento franquista contra la República Española. Es autor,
asimismo, del relato experimental Y/O (Ensamble) (2004). Tradujo al
euskera Piedra de sol, el gran poema de Octavio Paz, lo cual la valió el
reconocimiento del autor.
¿Cómo
llegaste al camino de la poesía?
Comparto con los griegos una idea amplia,
significada por la palabra «poesía». No sólo el tipo de escritura que
comúnmente se entiende hoy por «poesía», sino todo acto de creación artística.
En ese sentido, empecé a sentirme poeta en la medida en que notaba que mi
visión del mundo, mis respuestas a problemas y situaciones específicas eran
«inventadas» por mí, aunque estuvieran lejos de ser verdaderamente nuevas. Esa
independencia frente a todo, esa autonomía, me parece que constituye la base de
una auténtica actitud poética. En mí, la conciencia de esta actitud fue tardía.
Mucho después de los 15 años, que es cuando me pareció -tiempo después, cuando
empecé a mirar hacia atrás, tratando de hallar un sentido a mis primeras
andanzas en el mundo- que empezaba a tener eso que suele llamarse «uso de
razón». Y mucho más tardía aún resultó la expresión de esa actitud y esa
conciencia en una escritura con vocación estética. O sea que empecé a escribir
poemas -de pésima factura, por cierto- más o menos a los 23 o 24 años.
Comparo
esto con las historias de otros colegas y amigos y observo que mi entrada en la
escritura poética se dio con mucho retraso. No es algo que me preocupe en lo
más mínimo. En sí mismo, no es ni bueno ni malo. Cada quien tiene su historia y
su destino.
¿Crees
en la poesía como en un “modo paralelo de vida”?
Desde que trato de pensar con cabeza propia
el hecho poético, procuro evitar hablar de la poesía como si fuera una esencia
independiente, una realidad objetiva y absoluta. Para mí, no existe «la
poesía», salvo como fenómeno cultural que se manifiesta en cierta escritura con
voluntad estética y en cierto movimiento vivo de lectura, diálogo y afines, en
torno a esa escritura. Los grandes poemas legados por la tradición,
determinadas maneras de asumir el lenguaje para suscitar ciertos resultados o
efectos estéticos, en una comunidad de referencia, la labor de ciertas personas
interesadas en concretar una serie de valores poéticos, es decir, los poetas,
en fin... toda una serie de propuestas, procesos y hechos verbales unidos por
cierto aire de familia es lo único que admite, con propiedad, el nombre de
«poesía».
Ahora
bien, considero que ser poeta, o sea, ser parte de esa atmósfera y dedicarse en
cuerpo y alma a gozar de ella y a sostenerla, por medio de la lectura, la
escritura y el diálogo en diversas modalidades, es algo que penetra en las
fibras de la existencia, en la vida. Así que no logro concebir una idea como la
que pretende expresar esa frase sobre la poesía como un “modo paralelo de
vida”, lo que sea que signifique. A mi modo de ver, si se es poeta, se vive en
la poesía y para la poesía. Y ser poeta es una actitud específica ante el mundo
y la vida, de manera parecida a como sucede con toda persona que vive conforme
a una genuina vocación, un «llamado» tan poderoso como enigmático. En todo
caso, «paralelos» serán los otros modos de vivir a que normalmente se obliga al
poeta, en este mundo tan poco dado a entender, amar y respetar la poesía.
Se ha
dicho que la poesía mexicana tiene tintes crepusculares, ¿cómo convives con
esta tradición, en qué contexto situarías tu propia obra?
No me parece que el adjetivo «crepuscular»
califique bien la gran tradición poética mexicana. El crepúsculo pertenece a la
simbólica de la decadencia y no encuentro nada que se le asemeje en la poesía
de sor Juana, Othón, López Velarde, Pellicer, Gorostiza, Owen, Paz, Lizalde y
tantos otros poetas mexicanos de primera categoría. Otra cosa es la presencia
más o menos frecuente de cierto tono melancólico. Pero la melancolía no es
necesariamente decadente. Y, por encima de todo, rehúyo toda tentación de
generalizar. La tristeza de algún buen poema no basta para endilgarle a nadie
el marbete de poeta triste y la aparición de algunas composiciones lúgubres en
una o muchas generaciones tampoco justifica que se tilde así a toda una
tradición poética. Supongo que algo tendrán que ver las circunstancias en que
el poeta hace su labor, para que se escriban más o menos poemas de esa índole.
Son muy pocos los momentos en que los vaivenes de la historia han sido
meridianamente amables con este país y me imagino que, de muchas maneras, eso
tiene alguna repercusión en el ánimo del poeta, por mucho que trate de huir de
las presiones y exigencias coyunturales. Pero es que incluso esa clase de
reserva ya denota una incidencia del tiempo, del clima histórico, en la
sensibilidad del poeta. Además, no estará de sobra recordar la observación de
Valéry, en el sentido de que todo poema que se precie difícilmente puede evitar
un punto, por mínimo que sea, de tristeza.
Como
sea, al margen del énfasis que pongan algunos en cierta vibración melancólica
de sus mejores composiciones poéticas, esa tradición, sobre todo la imponente
tradición del poema extenso cultivado en México, ha sido determinante en la
formación y el rumbo que ha tomado mi poesía. Desde luego, debo mucho a
Virgilio y Lucrecio, para hablar de dos clásicos decisivos para mí, pero lo
mismo digo de «Primero sueño», de «Muerte sin fin», «Piedra de sol» o «Tercera
Tenochtitlán», entre otros poemas compuestos en suelo mexicano. Y, por
supuesto, no sería justo si no hiciera el mismo reconocimiento a la poética de
alto vuelo y voltaje presente en grandes obras como «Mi padre el inmigrante» y
«Tierra muerta de sed», de los venezolanos Vicente Gerbasi y Juan Liscano,
respectivamente. Y ya encarrerado, también debo incluir entre los númenes
tutelares que han imantado mi debilidad por el poema de largo aliento, a poetas
como Huidobro, Martín Adán, Pablo de Rokha, Lezama y varios más. Y una vez
entrado en gastos, también aprovecho para reconocer lo que, en este punto, debo
a Francisco de Aldana, Garcilaso, Quevedo y Góngora.
Debo
aclarar que, cuando hablo de deudas -es decir, de influencias- me refiero sobre
todo a actitudes ante el mundo y ante el lenguaje. No a la fijación mimética en
tal o cual recurso sintáctico, retórico, prosódico o afín. Los poetas que te
nombro -esa nómina a la vez apabullante y siempre incompleta- me enseñan que
han recorrido un camino. Un camino que es, en el fondo, el mismo que a mí me
toca recorrer, con mis grandes limitaciones y mis escasas virtudes. Me importa
mucho establecer cómo lo han recorrido, pero no para pisar las marcas que ellos
han dejado, sino para hollar yo mismo esa tierra con mi paso inseguro y
trastabillante. Es ahí, en ese plano de actitudes ante las cosas del mundo y la
palabra, donde la tradición poética mexicana ha desempeñado un papel de primera
importancia para mí.
Se
habla de una gran influencia del sueño -lo que sueñan y lo que añoran- en lo
que escriben los poetas, ¿qué opinas de ello?
La reivindicación del sueño ha respondido a
una de las derivas más ambiciosas -espiritualmente ambiciosas, quiero decir- y
fecundas de la modernidad. La confluencia de la visión romántica del mundo con
el triunfo avasallador de lo que lo mismo puede llamarse «filosofía de la
subjetividad» o «filosofía de la experiencia», o sea, el curso que toma el
pensamiento a partir de Descartes trajo consigo una revaloración de lo onírico.
Con Schopenhauer y Nietzsche, ese universo adquiere un estatuto ontológico tan
digno como el de la vigilia, pero a partir del reconocimiento de antecedentes
como el de Calderón de la Barca y su intuición de que la vida es sueño. Esa
dignificación de lo onírico conecta con el reconocimiento obnubilado que los
románticos como Novalis, Lichtenberg, los hermanos Schlegel y otros -no sólo
los alemanes, por cierto- del potencial espiritual y artístico de los sueños,
en contra del proyecto ilustrado. El freudismo supo aprovechar al máximo esos
antecedentes y ello contribuyó a una expansión muy amplia de la conciencia del
valor que tiene esa rama de la experiencia psíquica. Esto puede explicar la
omnipresencia de motivos relacionados con los sueños y es natural que la poesía
no haya escapado a ese fenómeno.
En
lo personal, considero que los sueños, en tanto que posibilidad de la
experiencia humana, como parte de lo que Kant llamaba «el sistema de la
experiencia», pueden ser legítimamente tematizables por los poetas. En la
medida en que los resuelva conforme a valores estéticos estimables, me parece
lícito que el poeta componga poemas con motivos oníricos, de manera análoga a como
lo haga con textos referidos a asuntos eróticos, políticos, espirituales o de
cualquier otra clase. Pero también deben respetarse las reservas de autores
como Antonio Machado, quien no veía con buenos ojos el tratamiento de temas
oníricos con intención poética. En último término, el tema, el qué se dice, es
secundario ante la resolución artística en el lenguaje, el cómo se dice.
La
experiencia vital, la vivencia en el acto creativo, ¿es importante en tu obra?
Tengo que empezar por advertir que me
identifico con la acepción más amplia de «experiencia», eso que Hegel en la
introducción a su Fenomenología del espíritu entendía como todo
movimiento y alteración de la subjetividad, del alma. Después de ascender a
cumbres como la del Tepozteco y presenciar los valles y montañas circunvecinos,
el alma no queda igual que antes. Eso es «experiencia», en el contexto de la
conciencia moderna del mundo. Efectivamente, podría componer un poema sobre el
Tepozteco sin haber estado nunca allí. Sería igualmente un acto auténtico,
porque la escritura misma es una experiencia en el sentido que acabo de
señalar, pero el contenido de lo que diga necesariamente variará respecto de si
ciertamente he estado allí y he vivido esa sublimidad, ese peculiar vértigo de
haber remontado alguna de sus laderas o me nace sólo de referencias prestadas o
de un simple ejercicio de la imaginación. En general, procuro que mis poemas
respondan a esa doble experiencia y la sostengan. Digo “doble” porque hay una
que resulta de vivir cierta circunstancia, mientras que la otra procede de la
necesidad de expresar y comunicar eso vivido -siempre de manera muy limitada-
por medio del lenguaje poético. Esto hace más difícil que el resultado final
del acto expresivo sea vacuo, inocuo, carente de vida.
¿Qué importancia
tiene la poesía en un mundo tan complejo como el que nos toca vivir?
La poesía podría ser vista como expresión
del impulso erótico entendido al modo platónico, una búsqueda del otro –el
lector, el “símbolo”, el que encarna la parte que me falta- y del mundo
exterior, en cuya realidad y poderes quiero creer profundamente.
Así
que, para mí, la palabra poética se me ofrece como una vía para intentar
desbordar los límites actuales de la conciencia del ser humano, tal como ha
venido tomando forma desde los albores de la Modernidad y permanece en lo
esencial, pese a la comprensible reacción de los posmodernistas.
Me
parece que ahí está el sentido más hondo y la contribución más fecunda de la
poesía en nuestro tiempo. En lo personal, he llegado a la convicción -desde
luego, siempre sujeta a cuestionamiento- de que la poesía es una de las pocas
posibilidades de reconciliación con el mundo que nos quedan. Y si estoy
mínimamente en lo cierto, eso coloca en un plano por completo secundario
consideraciones como la supuesta «dificultad» de la mejor poesía actual, como
si la barbarie y la incultura generalizadas no fueran crudamente evidentes.
También cierta pretensión anacrónica de exigir a la poesía de hogaño funciones
sociales y políticas de la de antaño.
Eres
de origen venezolano y te criaste en el País Vasco, pero tu obra ha germinado
en México, ¿cómo es tu relación con los poetas mexicanos de tu generación?
No soy un apátrida, sino un hombre de
muchas patrias y, por ello mismo, de una sola verdadera: el universo y su
emanación: el logos poético. Tengo familiares muy cercanos y amigos íntimos en
los tres países, pero mi patria última es la palabra poética y teórica. No soy
un desarraigado, sino alguien con muchas raíces en muchas tierras e incluso en el
aire, si al caso viene. Y vivo esto con enorme satisfacción. Entiendo que esto
no es lo normal. También comprendo que, entre la gente de una o muy pocas
referencias identitarias, abunden las actitudes de recelo, temor, etcétera,
frente al extraño. La corrección política actualmente en boga apenas logra
encubrir esta verdad, ante la cual estoy más que habituado. Siempre me ha
resultado muy llamativo que el extranjero que aparece con un papel protagónico
en ciertos diálogos platónicos muy influyentes fuera llamado así: «xenós»,
«extranjero», pese a que procedía de Éfeso, es decir, territorio griego. El
hecho de que no fuera ateniense, ya lo marcaba como extraño en un grado
significativo, frente a los que se identificaban con este último gentilicio.
Si
eso sucedía en una comunidad tan abierta, culta y protocosmopolita, como la que
daba curso a la actividad filosófica en la Grecia antigua, no debe
sorprendernos lo que puede suceder y de hecho sucede en punto a este asunto, en
contextos fuertemente cimbrados por la barbarie. En la era de esta todavía
nueva globalización, particularmente extensa y agresiva, el cosmopolitismo
auténtico no aflora por ningún lado. El ecumenismo cristiano daba pie a que en
momentos históricos como la larga Edad Media, un clérigo procedente de Aosta,
población situada en lo que hoy es Italia, detentara poderes terrenales y
espirituales en Inglaterra, como fue, por ejemplo, el teólogo Anselmo,
arzobispo de Canterbury. Hablo de sólo un caso y hoy es del todo inimaginable
algo que se parezca en ningún país del mundo. A muy poca gente le entra en la
cabeza, hoy, que todavía en 1932 y 1933 un venezolano pudiera ser gobernador de
las provincias de Almería y Navarra, en el estado español, como fue el caso del
escritor Rufino Blanco Fombona. Por ejemplo, a algunos mexicanos de finales del
siglo XX, con suficiente peso como para promulgar una ley, les pareció
inconcebible que quienes se han naturalizado mexicanos, después de pasar por
todos los filtros a ese respecto y pese al tiempo que lleven residiendo en
México, en esa condición, pudieran ser siquiera funcionarios de casilla en las
elecciones. Sin embargo, junto a esas limitaciones de la generosidad humana que
traen muy aparejadas las expresiones más mediocres del muy moderno
nacionalismo, también se halla la apertura de las mentes y las almas más
sensibles.
Tengo
excelentes relaciones con los más reconocidos exponentes de la generación de
los 50 en México -e incluyo a quienes viven aquí, pero vienen de otros países.
Lo mismo digo respecto de algunos de los mejores poetas mexicanos de otras
generaciones. Mantengo un fecundo diálogo con ellos -no viene al caso mencionar
nombres-, pero no pertenezco a ningún grupo y, sin habérmelo propuesto adrede,
no ejerzo la misma poética. Valoro demasiado la independencia personal y la
autonomía estética, como para no intentar afirmarme en mi soledad artística. No
me ufano de esto, simplemente me asumo de esa manera porque así he nacido y así
soy. Y, por supuesto, esto no puede entenderse como una negación de las
numerosas influencias que he recibido y sigo recibiendo. Pero, en realidad, el
bosque de la poesía no está formado por árboles de la misma especie, así que mi
muy relativa singularidad, respecto de lo que se hace en México, en cuanto a
poesía, no me convierte en un poeta aislado ni, menos aún, en un marciano.
06
07
Lo que el Diablo me dijo…
Ácidos Latinoamericanos
Vade Ultra
-ángel armenta lópez
Rolar por el “deefe” y sus callejones, sus pulcatas y por
sus mezcalerías anónimas (no esas pulcatas legales y con grafitis en las
paredes, no, no, ¡anónimas!); banquetear y rolarla por donde se nos dé la gana,
“On the road” diría Kerouac, me ha traído tantas anécdotas como tesoros, y uno
de esos caminos me llevó a una de esas joyas; rolándola por el nada lejano
tianguis sobre ruedas de acá de Santo Domingo, me topé con uno de esos puestecitos
donde no existen las estructuras de metal, ni las mantas verdes, sólo una lona
vieja en el piso basta pa’ tenderse y vender desde los libros de texto gratuito
de la primaria, lámparas viejas, muñecas calvas, una pila de jabones Venus,
toallas del Sport City, fibras para trastes y demás alhajas . Entre toda esa
gama de utensilios, me topé con una joya del rock, qué digo del rock, ¡de la
música toda! Una rarísima y extravagante compilación de bandas Underground de Latinoamérica,
bandas que rayan en la psicodelia y el garage, y de los países menos pensados
de nuestro continente. La colección abre con un rolón de cabaret interpretado
por Isela Vega, esa que muchos recuerdan por andar sin calzones. Su pieza
“Little baby” nos atrapa por la primera oración: “¿Qué puedes encontrar en una
cantina? ¡Hombres que han olvidado que son Dios”, y después la entrega total
del cuerpo! (Algunos dicen que en esa rola el mismísimo Jodorowsky toca el
bajo).
Después un cover en español de la famosísima canción
Spill the Wine que tan sabrosamente interpretaba Eric Burdon & War. El
cover corre a cargo de la banda Rabbits & Carrots, qué rola digna de
repetirse y fumarse una y otra vez. Otra
de las piezas para señalar es la del combo Xingú con su cover al Zeppelin Moby
Dick, bastante interesante y fresca. Otra rola que recuerdo y me marcó, es
Meshkalina, de la banda peruana Traffic Sound, la usaba para fondear mi
programa de radio (qué tiempos), rock peruano. ¿Quién lo diría?
Otra de las bandas que me causaron gran interés fue la de
Los Tepetatles, bandón integrada por Carlos
Monsiváis, Alfonso Arau y Chava Flores, con la canción de Teotihuacan A Go Go,
aunque la más famosa, puede ser referida a Tlalocman, letra a cargo del
monkiky; esta banda fue comparada con los Xochimilcas por el contenido de las
canciones de carga irónica y temáticas prehispánicas, así también, podría
decirse que fue el inicio de la legendaria banda Botellita de Jerez.
La lista sigue con bandas como Los locos, Juan el Matemático,
los Dhag Dhag´s, Los Vidrios Quebrados, y esa bandota mexicana llamada Los
monjes, con su temita “todo el mundo tiene problemas en la mente”. ¡¡Ufff!!
Así merengues, otra canción, es la de Frankie, Alfredo
& París, una canción totalmente absurda. ¿El tema? El chile ¿El coro? :
Chile no, como no, ¡porque irrita! Y así se la lleva 3 minutos 1/2. Después Los Pets, una banda que hace otro cover,
esta vez a las puertas de Yim Morrito con Hola, Te amo. Y de ahí otro rolón, Rebelde Radioactivo,
interpretado por la bandota de Los Sinners, esa rola que sale al final del
mediometraje de Luis Buñuel “Simón del desierto”, la misma donde sale Silvia
Pinal enseñando una teta de manera muy fresa, pues sí, al final como digno
desenlace de Buñuel, Claudio Brook termina por ver bailar a la Chivis con esa delicia
de los Sinners, y con eso concluye el viaje por esas bandas que jamás vieron la
luz en sus países, mucho menos en el continente, y que de alguna o mejor dicho,
de muchas formas, tenían algo qué decir, covers, versiones sicodélicas y letras
extravagantes es lo que distingue a esta colección.
La compilación fue obra y gracia de Carlos Icaza de 1967
al 73, y como lo dice al interior del disco:
“Fértiles en creación y fuerza interpretativa, son buen
argumento de contra historia musical latinoamericana. Bandas Underground que
durante años pasaron desapercibidas por la historia oficial del rock. En el
caso mexicano la historia fue escrita por autores con un gusto no muy educado y
no muy informado”.
Esa oración dice mucho de cómo se ha construido la historia,
no sólo del rock, sino en general, esa historia llena de prejuicios y
adoctrinamientos de las cuales el rock tampoco pudo escapar, por fortuna, los
medios de hoy en día nos permiten el acceso a esa historia, y mejor aún, crear
el propio criterio sobre lo que escucha y disfruta.
Para concluir este texto, recordemos que el rock no es ni
un género musical, ni un movimiento social, es una forma de vida, de salir a la
calle, de convivir y “conbeber”, de subirse los pantalones, las faldas y
hacerle frente a todo y todos aquellos que pretendan mancharse.
¡Súuuubele al volumen carajoooo!
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