02
Mundo, Evolución o muerte,
Mundo, Evolución o muerte, es la novela más reciente del morelense Isael
Bolaños, quien en esta entrega de su producción nos trae un proyecto futurista
a tal punto bien medido que la lectura se desliza sin contratiempos por las
diferentes historias que contiene el libro.
En un mundo dividido y dirigido por empresas, la raza humana se
encuentra sin perspectivas de sobrevivencia, pero aún así tiene que luchar por
encontrar la manera de permanecer; la tecnología que en un momento fuera la
iluminación de la especie, durante un tiempo se había vuelto contra los
humanos, siendo éstos sometidos poco a poco a través de los años, para llegar a
ser esclavos de sus propias necesidades creadas. En este contexto, la búsqueda
por el significado de la existencia, se plantea como un mandato que trasciende
el tiempo y el espacio.
Esta novela primero impresa en forma tradicional, en estos momentos se
encuentra en proceso de convertirse también en una novela gráfica, el autor ha
comenzado a trabajar con un sobresaliente ilustrador argentino, de ella hemos
publicado una muestra en el seminario cultural Artetipos No. 60. No pueden
faltar a la presentación que se realizará en el Callejón del Libro el próximo
sábado 26 de mayo a las cuatro de la tarde. Se contará con la presencia del
autor y habrá firma de autógrafos.
Prólogo
Para destruir un hábitat no basta con eliminar su sustento, además de
deformar su entorno destruye su cadena alimenticia, lo que sobreviva ya no será
el hábitat ni sus habitantes los mismos.
Anónimo
¿Cuándo dio inicio la historia de la humanidad? Más allá de los registros
asentados en huesos de animales, la historia social se inicia en el momento que
se cambió de un tipo de sociedad a otra; pasamos de medios puramente de
supervivencia a la búsqueda de un crecimiento, de ahí a cierto nivel de
protección avanzando sobre otras tribus (aplastándolas).
Con el tiempo, el crecimiento poblacional hizo que la distancia geográfica
entre los grupos disminuyera. La necesidad de ser más y de estar sobre los
demás empezó a llenar el corazón de los gobernantes, quienes azuzaron las
necesidades, los miedos y las supersticiones de su gente… En ocasiones
simplemente la ambición, al parecer presente en la humanidad desde el
principio.
En tiempos recientes hubo un señor que dijo "en un sistema económico
se contiene la semilla de su propia destrucción". Él se refería a un
hambre de igualdad, buscaba liberar la sociedad. Los grupos del poder emplearon
medidas para eternizar su condición, esto dio nacimiento, entre muchas cosas, a
violentas alianzas del poder temporal con el espiritual, en fin, la última
sociedad estable (capitalista) empleó métodos de distracción para mantener a la
población en calma.
Ya en tiempos pasados se empleaba la distracción del pan y circo, aunado
al miedo teológico de un dios o dioses que todo lo ven y lo castigan... y de la
ignorancia progresiva de un pueblo que cada vez conocía menos de lo que
debería. En las décadas previas al colapso, se recurrió cada vez más a un abuso
de la última categoría de apaciguamiento, medios masivos de comunicación enviaron
ideas insulsas que sometían a su público a una fantasía renovada pero nunca
alterada.
Las religiones iban y venían, ya no había dioses en la mente de la
población, sólo quedaba la nebulosa creencia de un "algo" que
cambiaba de nombre cada cierto tiempo... Todos los líderes teológicos se
pelearon buscando imponer su dios sobre el resto, botines de feligreses y sus
carteras, todo marchaba bien.
La sociedad evolucionó basada en sus modelos de gobierno, así pues el
comunismo primitivo mostraba una necesidad de líderes; en los modelos monárquicos
y fascistas se buscaba un carisma fuerte, pero sin duda los últimos fueron los
más interesantes: la gente enfrentaba un miedo e inseguridad de su porvenir, el
rey podía pedir en cualquier momento tu cabeza o la mía sin razón o
justificante, pero el rey necesitaba la autoridad que un dios le daba, la gente
seguía a un semidiós, hasta que las mercancías tuvieron que moverse de un lugar
a otro. Los vendedores las llevaban y en el riesgo de andar solos estuvo su
recompensa, eran más adinerados que los reyes, sin la restricción de la iglesia
fundaron un único estilo de dominio, el capitalista, el cual atrajo a la gente…
ellos también podían ser ricos, el esfuerzo no traía el favor de los nobles,
ofrecía dinero, las autoridades por lo tanto ya no podían ser eternas (tenían que
disfrutar sus riquezas). Así pues se instauraron diferentes estilos de elección
de mandos públicos, gente fuerte tomaba los mandos, pero con el tiempo el
dinero reemplazó la fuerza y los personajes influyentes comenzaron a ser los
únicos candidatos a los puestos y mandos públicos, la política poco a poco
abandonó a la sociedad. Nadie se dio cuenta de ese sutil cambio, era de
pensarse, la sociedad había sido adormilada por décadas de aventuras increíbles
contra enemigos comunes (e inmediatos) que fomentaban un interés casi morboso;
sin embargo, nadie prestaba atención a los gobernantes, ninguno tenía carisma,
todos vivían en la cúspide del poder político y económico.
Aburridos en todas
las clases sociales, sabían que los dirigentes robaban, a menudo vivían en carne
propia sus excesos, pero no importaba qué hicieran, la elección no era de la
ciudadanía, ni la votación marcaba un cambio. ¿Cómo, si todos los partidos eran
integrados por miembros de las mismas familias/empresas?
Generaciones de políticos acostumbrados al poder no podían permitir
mucha inconformidad en la gente y cedieron a todas las demandas empresariales;
todos los ramos del capitalismo vieron esto como oportunidad y con dinero, en poco
tiempo, fueron favorecidas por candidatos y dirigentes que respaldaban sus
intereses mientras los recursos se perdían rápidamente.
03
Prehistoria de Carlos Fuentes
Javier Wimer
A lo largo de muchos años, tantos como los que me separan
de mi juventud universitaria, he mantenido una relación de amistad con Carlos
Fuentes. Tengo memoria de reuniones en nuestras casas o en las casas de amigos
comunes y también memoria de actos académicos y mundanos en que ha sido figura
principal. Pero todos estos encuentros me remiten, de modo natural, a los
primeros que tuvimos en la vieja Facultad de Derecho.
Ahí se había inscrito, en 1951, con la anticipada
intención de especializarse en derecho internacional. Llegaba envuelto en los
prestigios de la Universidad de Ginebra y en las cautelas del explorador que
ingresa en territorio bárbaro.
A pesar de su juventud y de sus persistentes ausencias
del país, ya lo precedía o acompañaba cierta fama de escritor. La debía a la
dispersa práctica del periodismo cultural y, en circuito cerrado, a Enrique
Moreno Tagle, su maestro de literatura en el Colegio Francés Morelos, quien no
se cansaba de propalar el talento del joven que ganaba todos los premios en los
concursos de la escuela.
En la primavera de 1952, Mario de la Cueva, entonces
director de la Facultad de Derecho, convocó a una reunión en su despacho para
dar forma a una nueva revista estudiantil. La revista se llamaría Medio Siglo y
daría nombre a nuestra generación.
Entre los muros del viejo edificio de San Ildefonso y en
la ola de entusiasmo que acompaña toda publicación juvenil, comenzó a formarse
una red de relaciones amistosas que duraría toda la vida. Por ahí andaban,
además de Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, Víctor Flores Olea, Arturo
González Cosío, Marco Antonio Montes de Oca, Porfirio Muñoz Ledo, Sergio Pitol,
Rafael Ruíz Harrell y Genaro Vázquez Colmenares.
Esta amistad y aun cierto espíritu de pandilla se
sostenían en un vasto campo de afinidades. Teníamos los mismos maestros,
leíamos los mismos libros y en materia política nos inspiraban las mismas
líneas de pensamiento: el nacionalismo de izquierda, la crítica de las
revoluciones traicionadas, los planteamientos del francoexistencialismo y del
marxismo occidental.
Carlos interpretaba, cuando lo conocí, varios papeles.
Actuaba, simultánea o sucesivamente, como estudiante, funcionario de la
cancillería, crítico de cine, sacerdote en ritos humorísticos y, siempre,
lector y escritor implacable. Era reservado y tímido. Manejaba sus relaciones
personales con extremo cuidado, como gato en casa ajena, pero después de la
inspección de campo, se dejaba llevar por su inclinación al diálogo y al humor
compartido.
En verdad, no le faltaban condiciones para convertirse en
un diplomático-escritor en el estilo de José Gorostiza o de Jaime Torres Bodet.
Tenía todos los arquetipos a la mano, empezando por su padre, el distinguido
embajador Rafael Fuentes, por su padrino Alfonso Reyes y por Octavio Paz, una
especie de hermano mayor con quien colaboraba en la Secretaría de Relaciones
Exteriores.
En esta advocación era, en suma, un joven de buena
familia, de buena apariencia y de buen porvenir. Y para que nada faltara en
este cuadro de idílicas predestinaciones burguesas era novio de una hermosa
joven de la sociedad limeña.
Al lado de esta vida más o menos convencional, Carlos
participaba en las aventuras de una comunidad frívola que andaba en busca de
experiencias ontológicas en cantinas y cabarets de buena y de mala muerte. Era
el tiempo del ser del mexicano y del laberinto de la soledad y, también, el
tiempo del mambo, del Waikikí, del Leda y de Las Veladoras. Producto sincrético
de esta etapa es el vasfumismo, parodia mundana del existencialismo francés y
que hoy sólo recuerdan sus oficiantes o raros eruditos, como una inteligente
embajadora argelina, doctorada con una tesis sobre Carlos Fuentes, que me
sorprendió en una cena hablándome con naturalidad del pasado vasfumista del
escritor.
En estas andanzas y en las que corresponden al retrato de
un artista adolescente, Carlos perdió la timidez de su primer personaje y el
atuendo de joven diplomático con corbata de regimiento para convertirse, no sé
exactamente cuándo, en un conferencista de elocuencia excepcional. Del origen
de sus estudios y de sus trabajos literarios sólo cabe decir que siempre supo
combinar una furiosa disciplina de trabajo, que él mismo califica de calvinista,
con sus compromisos sociales y algunos excesos nocturnos. Cuando tuvo que
escoger entre una y otros eligió el camino del trabajo.
Parte de las actividades de nuestro grupo consistía en
reunirnos periódicamente en el Restaurant Bellinghausen de Hamburgo con
nuestros queridos maestros Mario de la Cueva y José Campillo Sainz. Ahí
discutíamos interminablemente de filosofía, política y literatura hasta que el
restaurant cerraba. Luego los jóvenes nos embarcábamos en gloriosas parrandas
que, a veces, culminaban en nuestras casas familiares. En alguna ocasión
asaltamos la numerosa cava de la familia Fuentes y en otra despertamos a todo
el vecindario de la familia Flores Olea.
En 1954 se celebró el IV centenario de la Facultad de
Derecho y se convocó al primer Concurso del Pensamiento de la Juventud. Carlos
ganó un primer lugar con un ensayo de aliento spengleriano que inauguraba con
una cita de T.S. Eliot. La publicación de este texto señala el fin de sus más
visibles actividades universitarias pues, en adelante, habría de acelerar su
lenta aproximación a una vida centrada en la creación literaria.
Se propuso, en primer término, conocer el país y la
ciudad que había dejado tantas veces y a la que ahora volvía con la doble
mirada del hijo pródigo y del cosmopolita versado en comparaciones. Leía sin
tregua y visitaba los barrios más miserables y desolados de la ciudad. Barrios
que eran ignorados por la propaganda oficial, por la prensa y por el ingenuo
nacionalismo de una época que veía en los denunciantes de nuestra miseria, a
los agentes de una conspiración universal contra el México revolucionario.
Carlos se ponía una camisa deportiva, los tenis, la gorra, y se iba a caminar
por los rumbos olvidados de la ciudad.
Carlos asumía, tramo a tramo, su condición de escritor
profesional y empezó a descartar hábitos y compromisos que perturbaran su
oficio, empezó a cambiar de piel. Se alejó de los cursos universitarios que no
le interesaban, de la diplomacia y aun de los excesos mundanos que perturbaban
sus tareas. Ahora dedicaba más tiempo a sus proyectos de fondo y a sus textos
críticos en publicaciones periódicas, como México en la Cultura dirigida por su
amigo, nuestro amigo, Fernando Benítez. También entonces comenzó a colaborar
con el cineasta Manuel Barbachano haciendo o corrigiendo guiones, al lado de
Gabriel García Márquez y de Juan Rulfo.
En 1954 publicó Los días enmascarados, un espléndido
conjunto de relatos que apareció en una colección de estirpe artesanal dirigida
por Juan José Arreola, y, en 1955, fundó, con Emmanuel Carballo, la Revista
Mexicana de Literatura. Abandonó otras preferencias y ambiciones y, por así
decirlo, se puso su uniforme de escritor, cerró sus maletas y se sumó a los
artistas que, a falta de barrio latino, eligieron San Ángel como lugar de
residencia.
Los años de 1951 a 1955 fueron decisivos en la vida y
destino de Carlos Fuentes. Durante este periodo, que corresponde al tiempo de
sus estudios universitarios, integró los elementos básicos de su visión del
mundo y eligió un destino personal no impuesto por circunstancias externas sino
por una voluntad de independencia que se muestra, asimismo, en la deslumbrante
desmesura de La región más transparente, la primera de sus novelas y el espacio
donde se encuentran las claves de su dilatada producción literaria.
Se puede decir que este tiempo de mutaciones concluye
alrededor de 1955, cuando Carlos Fuentes ya se había definido como escritor
profesional, o bien, hablando generacionalmente, en 1956, cuando todos o casi
todos nos fuimos a estudiar a Europa.
Texto publicado por Javier Wimer (1933-2009), en la
Revista de la Universidad de México, agosto 2007
J a v i e r W i m
e r (1933-2009)
Diplomático, ensayista y editor, fundador del Instituto
del Derecho de Asilo Museo Casa de León Trotsky, Javier Wimer forma parte de
una brillante generación de universitarios conocida como el Grupo Medio Siglo,
entre los que se cuentan figuras como Carlos Fuentes, Sergio Pitol y Porfirio
Muñoz Ledo. Integrante de la Comisión de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales de la Organización de las Naciones Unidas y delegado general de la
Unión Latina en México, Wimer fue también embajador de México en Yugoslavia y
Albania, y agregado cultural en Argentina.
04 y 05
México,
el personaje principal en la obra narrativa
de
Carlos Fuentes
Ricardo Ariza
El reciente deceso del
escritor Carlos Fuentes ha sido el tema principal dentro de los diversos medios
de comunicación masiva, desde los tradicionales impresos hasta los
electrónicos, pasando por la televisión y la radio, así como en las nuevas redes
sociales, opacando las trivialidades de la política electoral en México al
menos por un momento; así, se ha puesto de relieve la importancia de las letras
al sentir ese vacío histórico que deja la muerte del escritor mexicano, nacido
en Panamá y que prefirió vivir sus
últimos años en Londres “para poder escribir”, alejado del bullicio que para él
resultaba de permanecer en el Distrito Federal. Debido a su inmensa fama como
creador, intelectual y pensador, Fuentes necesitaba marcar distancia de los
compromisos sociales y la forma de lograrlo fue yéndose a vivir a Inglaterra la
mayor parte del año.
Carlos Fuentes fue el
prototipo del escritor latinoamericano gracias al movimiento artístico del boom
literario de los años 60 del siglo veinte, movimiento que mostró a las culturas
tradicionalmente escritoras como la francesa o la italiana, la alemana y la
rusa, la árabe, la japonesa o la china -que en comparación con cualquier país
de nuestro continente poseen un horizonte vastísimo en cuanto a producción
histórica de obras literarias de todos los géneros- que América Latina también poseía
sus propios frutos, sus propios diamantes: Octavio Paz, Gabriel García Márquez,
Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, por mencionar a algunos. Ellos, jóvenes y
con ideas libertarias, representaron con su trabajo las múltiples realidades
que se han vivido en el continente que un día soñara unificado Simón Bolívar. Continente
bajo el yugo de la Colonia, llagado con el trauma del sometimiento imperial,
pero libre en el nivel de las ideas y en el universo de la creatividad porque
estos jóvenes habían hecho sentir orgulloso a un pueblo sufriente, sudoroso y
sanguíneo, que ahora convidaba al mundo entero nuevos legados, puesto que estos
autores eran hijos de la patria literaria de Hispanoamérica.
La posibilidad que Carlos
Fuentes tuvo de viajar y de vivir desde temprana edad en otros países, se debió
a que a su padre fue un importante diplomático; su madre se llamaba Berta
Macías Rivas, nacida en Mazatlán, Sinaloa; don Rafael Fuentes Boettiger era
oriundo de Veracruz y fue nombrado embajador de México en Holanda, Panamá,
Portugal e Italia. Así, el autor de La
región más transparente tuvo la posibilidad única de ver a través de varias
perspectivas su realidad histórica, no sólo como mexicano o latinoamericano, sino
también como ciudadano universal, pues se le posibilitó experimentar otras
formas de sentir el mundo y el arte. Sin embargo, sus intereses estuvieron con
el pueblo de México, con sus pasiones y con sus desgracias, con sus orígenes,
su presente y su futuro a través del lenguaje; para él, el idioma era la
patria, porque debido a los constantes desplazamientos inherentes al ejercicio
diplomático de su padre, corría el riesgo de perder el idioma cada 24 horas en
tan constantes e imprevistos viajes. Por eso se aferró a las palabras y
aprendió otras lenguas pero siguió escribiendo la mayor parte de su producción
en castellano. Para él el lenguaje era "como un río caudaloso a veces,
apenas un arroyo otras, pero siempre dueño de un cauce (...), toda una profusa
corriente de oralidad que corre entre dos riberas: la memoria y la
imaginación".
Carlos Fuentes logró crear personajes
trascendentes en su obra narrativa a fuerza de comprender la configuración de
la cultura mexicana, hecha del mestizaje ibérico y el prehispánico (trauma que
aun en estos tiempos no adquiere todavía pleno sentido) pero también heredera a
través de éste de la cultura árabe, sin dejar de mencionar la influencia
africana. La obra del escritor da voz al inconsciente colectivo del mexicano; a
través de técnicas narrativas perfeccionadas en Europa logra una mezcla de ficción
histórica que transforma las letras nacionales.
Una combinación solar-lunar,
contradictoria y milenaria, odio, amor y pasión, parecen poseer el destino del
país. El autor de El espejo enterrado
nos lleva a través de los ríos de la historia de México, que está ligada a la
historia universal y a la historia de Europa por inconmensurables e incomprensibles
designios de la fatalidad, para comprender la riqueza obtenida con estos hechos
ineludibles. Se trata de un país convulso. Carlos Fuentes siempre criticó la
falta de vocación de la república por obtener una realidad más democrática,
pese a su loable resistencia durante más de quinientos años. La historia de México
es la historia de la resistencia, pero también, de la traición y de la infamia.
Carlos Fuentes no dejó de
criticar al país que tanto amó, observando en su obra las dinámicas
socioculturales e históricas de este pueblo, siempre en relación con sus
hermanos países del continente, y con el resto del mundo, sin soslayar ni por un
segundo la importancia de la relación México- Estados Unidos, a la que también
el célebre autor de Gringo Viejo se
mantuvo atento.
Sin embargo no es el país, o
su gente, lo que el artista rechaza, sino las instituciones anquilosadas desde
antiguo para perpetuar el sistema colonial y explotador. Fue un crítico del PRI
y se manifestó contra la represión del estado, sin embargo, sus intereses
estuvieron en algún tiempo cubiertos por sospechosa bruma y el caso más
connotado sería aquel ocurrido en 1971 cuando el citado autor y un grupo de
intelectuales, con la frase “Echeverría o el fascismo”, confrontaron las vías
de autonomía política que quisieron tomar las organizaciones civiles, los
obreros, campesinos y estudiantes como respuesta a la vía armada que el estado
había emprendido en contra de las organizaciones desde el movimiento
ferrocarrilero de 1958 y, posteriormente, desde el movimiento estudiantil
mexicano de 1968, que terminó con la masacre de Tlatelolco. Como lo apunta
Marco Rascón en su artículo del periódico La Jornada: “Para ellos Luis
Echeverría era lo menos peor ante el ascenso de la derecha oligárquica, que
desde su trinchera también lo cuestionaba”. 1
Hombre de claroscuros, Carlos Fuentes
se mantuvo como un crítico del sistema desde adentro del sistema, siguiendo los
pasos de su protector Octavio Paz, desaprobó las decisiones de Gustavo Díaz
Ordaz pero defendió vehementemente el periodo del echeverriato. "Cualquiera
que fuese el sucesor de Díaz Ordaz", dijo "no podía ser peor y, por
simple comparación, saldría ganando". Fuentes pensaba que a un presidente
"malo" le sucedería, con suerte, un presidente "bueno", y
confiaba en que, después de 30 años de nulidad republicana, se repitiera con
Echeverría la epopeya de un mandato como el de Lázaro Cárdenas. Fuentes avaló
la frase de Fernando Benítez en la que se planteaba a México dentro de un
dilema: "Echeverría o el fascismo". A mediados de 1971, esta era para
Fuentes "la disyuntiva mexicana": democracia o represión. 2
Poco antes de fallecer a los
83 años de edad, Carlos Fuentes, autor de Valiente
mundo nuevo, dejó en claro que el actual aspirante priista a la silla presidencial,
Enrique Peña Nieto, tenía derecho a no leer sus obras, pero a lo que no tenía
derecho era aspirar a dirigir un país desde la ignorancia.
Carlos Fuentes, autor de más
de 25 novelas, cientos de relatos, cuentos, y ensayos sobre los más diversos
temas, ganador de los premios más prestigiosos, exceptuando el premio Nobel, es
considerado el creador de la novela modernista en México; el autor de La silla del águila se formó en la UNAM
y en el Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra, Suiza. Sus
obsesiones estuvieron cercanas a la Historia, pero consideraba a la ficción
como una vía regia para comprender qué hemos sido, qué somos y qué seremos en
este panorama desolador que actualmente nos presenta un país que no quiere
crecer, que reniega la responsabilidad de hacerse cargo de sí mismo. La
ficción, solía decir Fuentes, nos permite conocer el mundo desprovisto de racionalidad.
CONSAGRADOS
El escritor argentino y
ganador del premio Rómulo Gallegos de la presente edición 2012 (premio que
recibiera también Carlos Fuentes en 1977 por Terra Nostra ), Ricardo Piglia opina que: "Fuentes concentró
en muchos sentidos la imagen clásica del escritor latinoamericano de la que
nosotros –es decir, los escritores de mi generación- nos hemos distanciado
siempre con entusiasmo".
A decir del autor rioplatense,
después del Boom literario, los escritores de su generación tuvieron que adaptarse
para así desarrollar una obra a partir de la propia realidad, con temáticas,
preocupaciones, obsesiones y formas alejadas muchas veces de la corriente de
los representantes del boom literario. En el caso propio de la Argentina, a 25
años sin Jorge Luis Borges, que siempre fue un autor inclasificable, porque
para abarcar el mundo borgiano habría que ser Funes el memorioso, Pligia confiesa que su muerte y su lejanía en
el tiempo se ha tomado con cierto alivio en las letras nacionales argentinas, y
no claro porque “se deseara la extinción física de Borges”, sino porque la
inmensa figura del vate creaba fascinación y “al mismo tiempo distancia” por
“el estándar altísimo que nos puso a todos su nivel de escritura. Pero había
muchos que lo tomaban como un referente único...”3
En una entrevista reciente con
Adrián Sack para el diario La Nación de Buenos Aires, al autor de Blanco nocturno, Ricardo Pligia, responde
a la pregunta:
-“¿Y eso no era bueno? “
–“Borges pensaba que había una
sola manera de hacer literatura. Decía que no le interesaba Proust, o
despreciaba a Joyce o Thomas Mann, porque tenía una idea clara de cómo tenían
que ser sus textos: más bien breves, con criterios muy formales y claros, y que
a él le producía un resultado extraordinario. Pero muchos imitaban este tipo de
discurso y repetían, e incluso lo hacen hoy, muchas de sus posturas y
reflexiones, que en ocasiones tenían una importante carga de ironía en el
contexto que había elegido Borges. Lo importante de este único escritor es que
fue un milagro para todos, porque tenía a la literatura en el centro de su vida
y marcó a la del país durante 70 años. Dejó tanto pero tanto que su legado aún
se está acomodando entre nosotros. Y sus consecuencias, aún hoy, son difíciles
de medir”...
Pligia Menciona a Jorge Luis
Borges porque viene a cuento, como un autor que muy pocas veces abandonó Buenos
Aires para ir a cualquier otra parte, pero que consolidó una obra personalísima
y al mismo tiempo universal, precisamente por su contacto con la realidad, que
en el caso del autor del Aleph resulta una realidad habitada por libros y
bibliotecas.
En el caso de Carlos Fuentes, su imagen de cosmopolita y
simpatizante de las esferas del poder cultural y político le crearon demasiadas
envidias dentro del país. Su obra creativa se yergue independiente de su figura
de interventor en muchas de las decisiones editoriales y culturales en México y
Latinoamérica. De alguna manera, el síndrome de “vaca sagrada” lo alcanzó a él
también, como le sucedió a Octavio Paz, es por eso que en el país y en el mundo
la frase fue durante mucho tiempo: “La literatura de México descansa en Paz”. Ya
veremos con el pasar de las décadas lo que afecta en la producción de las
letras nacionales el hecho de que los grandes de una época hayan muerto, al
dejar no sólo un espacio en las letras del país, sino también en las decisiones
políticas culturales de la nación y quiénes serán aquellos que ocupen los
espacios vacíos pletóricos de significados, Fuentes en vida se pronunció por
sus favoritos, e incluso decretó un decálogo.
1.- Marco Rascón. “Echeverría o el fascismo”. Opinión. La
Jornada. Martes 27 de junio 2006.
2.- El Jueves de Corpus en la obra de Fuentes. El
escritor no señala como responsable de los hechos del 10 de junio al ex
presidente Luis Echeverría. Lunes 02 de septiembre de 2002. Alejandro Toledo |
El Universal.
3.- Adrián Sack para el diario La Nación de Buenos Aires en
entrevista al autor de Blanco nocturno,
Ricardo Pligia, novela con la que obtuvo el premio Rómulo Gallegos 2012.
Canon siglo XX, Según Carlos Fuentes
- El Aleph
Jorge Luis Borges
- Los pasos perdidos
Alejo Carpentier
- Rayuela
Julio Cortázar
- Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
- Paradiso
José Lezama Lima
- La vida breve
Juan Carlos Onetti
- Noticias del imperio
Fernando del Paso
- Yo el supremo
Augusto Roa Bastos
-Pedro Páramo
Juan Rulfo
-Conversación en La Catedral
Mario Vargas Llosa
-Santa Evita
Tomás Eloy Martínez
Canon siglo XXI
-Historia secreta de Costaguana
Juan Gabriel Vásquez
- En busca de Klingsor
Jorge Volpi
-Oír su voz
Arturo Fontaine
-El desierto
Carlos Franz
- Las muertes paralelas
Sergio Missana
-Amphitryon
Ignacio Padilla
-El síndrome de Ulises
Santiago Gamboa
-Abril rojo
Santiago Roncagliolo
06
07
Chac Mool
Cuento. Texto completo
Carlos Fuentes
Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco.
Sucedió en Semana Santa. Aunque había sido despedido de su empleo en la
Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como
todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por los
sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada y
sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de
Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los
cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche,
el largo trecho entre Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió
que se le velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el
contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras
Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que saliera el camión
matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera
noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el embarque del
féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo
acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se
espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.
Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera.
Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y
chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con
sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un
periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El pasaje de ida
-¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel
mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a
vómitos y cierto sentimiento natural de respeto por la vida privada de mi
difunto amigo. Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en la
oficina; quizá sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus deberes,
por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo No
Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la pensión, sin respetar
los escalafones.
“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado,
amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el
mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me
recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta.
Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía
cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la
batalla por aquellos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o
falta de elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes)
llegarían muy alto y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades
duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo
reglas. Muchos de los humildes se quedaron allí, muchos llegaron más arriba de
lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que
parecíamos prometerlo todo, nos quedamos a la mitad del camino, destripados en
un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que
triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las
sillas modernizadas -también hay, como barricada de una invasión, una fuente de
sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados,
amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía,
con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya
no me reconocían; o no me querían reconocer. A lo sumo -uno o dos- una mano
gorda y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban
los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé detrás de los expedientes.
Desfilaron en mi memoria los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos
felices y, también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la
angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún
rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando y, al
cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las
espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin
embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era
suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran
recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos
partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las
ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”
“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil,
gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a
Palacio. Él es descreído, pero no le basta; en media cuadra tuvo que fabricar
una teoría. Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira,
parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adorar a un Dios muerto
hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado.
Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo
tu ceremonial, a toda tu vida?... figúrate, en cambio, que México hubiera sido
conquistado por budistas o por mahometanos. No es concebible que nuestros
indios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que
no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen
el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su
sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación
natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos caridad, amor y la
otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar
a los hombres para poder creer en ellos.
“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas
de arte indígena mexicana. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis
fines de semana los paso en Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste
relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por
cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy
Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno de piedra y parece
que barato. Voy a ir el domingo.
“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la
oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo
al Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta
circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en
torno al agua. Ch...”
“Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré
el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de
tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La
piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo
del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga
al ídolo para convencer a los turistas de la sangrienta autenticidad de la
escultura.
“El traslado a la casa me costó más que la adquisición.
Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de
trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso;
ese fue su elemento y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la oscuridad del
sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le
niegue la luz. El comerciante tenía un foco que iluminaba verticalmente en la
escultura, recortando todas sus aristas y dándole una expresión más amable.
Habrá que seguir su ejemplo.”
“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé
correr el agua de la cocina y se desbordó, corrió por el piso y llego hasta el
sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas
sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó a llegar tarde a la
oficina.”
“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas,
torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.”
“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible.
Pensé en ladrones. Pura imaginación.”
“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué
atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a
descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano.”
“El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento
del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las
lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han
cesado: vaya una cosa por otra.”
“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama.
Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer
de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a
aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a
una casa de apartamentos, y tomar el piso más alto, para evitar estas tragedias
acuáticas. Pero yo no puedo dejar este caserón, ciertamente es muy grande para
mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana. Pero es la única
herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas
con sinfonola en el sótano y una tienda de decoración en la planta baja.”
“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula.
Parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las
seis de la tarde pude terminar. No se distinguía muy bien la penumbra; al
finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos de la piedra. Cada vez
que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi
una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura
precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he echado
encima unos trapos; mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra
un deterioro total.”
“Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar
el Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a la consistencia de la piedra.
No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, al
apretar los brazos los siento de goma, siento que algo circula por esa figura
recostada... Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello
en los brazos.”
“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en
la oficina, giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo
que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros.
Tendré que ver a un médico, saber si es mi imaginación o delirio o qué, y
deshacerme de ese maldito Chac Mool.”
Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la
que tantas veces vi en formas y memoranda, ancha y ovalada. La entrada del 25
de agosto, sin embargo, parecía escrita por otra persona. A veces como niño,
separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo
ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa:
“Todo es tan natural; y luego se cree en lo real... pero
esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos
damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta el agua de
rojo... Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo
de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados?... si un
hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de
que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano...
¿entonces, qué?... Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza
fue a dar allá, la cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos
desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le
aprisiona en el rumor de un caracol marino. Hasta hace tres días, mi realidad
lo era al grado de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina,
memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que
recordemos su poder, o como la muerte que un día llegará, recriminando mi
olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí,
mostrenca; ahora nos sacude para hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente,
que era pura imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de
color en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un dios, por
ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más
benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad
espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad
laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera.
Pesadilla. Vuelta a dormir... No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando
volvía a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y
sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos
orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.
“Casi sin aliento, encendí la luz.
“Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su
barriga encarnada. Me paralizaron los dos ojillos casi bizcos, muy pegados al
caballete de la nariz triangular. Los dientes inferiores mordían el labio
superior, inmóviles; sólo el brillo del casuelón cuadrado sobre la cabeza
anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia mi cama;
entonces empezó a llover.”
Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido
de la Secretaría, con una recriminación pública del Director y rumores de
locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí pude ver unos oficios
descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo
sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el
desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias
excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que
alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la
mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia.
Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:
“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘...un
gluglú de agua embelesada’... Sabe historias fantásticas sobre los monzones,
las lluvias ecuatoriales y el castigo de los desiertos; cada planta arranca de
su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada, los lotos, sus niños
mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano,
que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias flamantes de vejez. Con
risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y puesto
físicamente en contacto de hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en
el cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla
arrancado del escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que
Chac Mool nunca lo perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético.
“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el
vientre que el mercader, al creerlo azteca, le untó de salsa ketchup. No
pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tlaloc1, y cuando se
enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros
días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.”
“Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde
ahora duermo, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos
de ruidos terribles. Subí; entreabrí la puerta de la recámara: Chac Mool estaba
rompiendo las lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las
manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño. Luego bajó,
jadeante, y pidió agua; todo el día tiene corriendo los grifos, no queda un
centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido que
no empape más la sala2.”
“El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo
iba a devolver al mercado de la Lagunilla. Tan terrible como su risilla
-horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o de animal- fue la
bofetada que me dio, con ese brazo cargado de pesados brazaletes. Debo
reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo
dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una
prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez -¿quién lo dijo?- es fruto
comido por los años, y yo no me he dado cuenta... Ha tomado mi ropa y se pone
la bata cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a
que se le obedezca, desde siempre y para siempre; yo, que nunca he debido
mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras no llueva -¿y su poder mágico?-
vivirá colérico e irritable.”
“Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa.
Siempre, al oscurecer, canta una tonada chirriona y antigua, más vieja que el
canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y como no me contestó,
me atrevía a entrar. No había vuelto a ver la recámara desde el día en que la estatua
trató de atacarme: está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y
sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de
perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para
sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas.”
“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha
obligado a telefonear a una fonda para que diariamente me traigan un
portaviandas. Pero el dinero sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió
lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de
pago. Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí;
todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la
azotea. Dice que si intento huir me fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que
él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas... Como no hay luz,
debo acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero
hace poco, en la oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazos
helados, las escamas de su piel renovada y quise gritar.”
“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra
vez en piedra. He notado sus dificultades recientes para moverse; a veces se
reclina durante horas, paralizado, contra la pared y parece ser, de nuevo, un
ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno que se le considere.
Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si
pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos
intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en
él una especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me
han puesto a pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia
la seda de la bata; quiere que traiga una criada a la casa, me ha hecho
enseñarle a usar jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes
parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones,
si se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un
instante y caiga fulminado por el poder aplazado del tiempo. Pero también me
pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su derrumbe,
no querrá un testigo..., es posible que desee matarme.”
“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir.
Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar
la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito
asolearme, nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la
Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver
cuánto dura sin mis baldes de agua.”
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más
en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia
al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo sicológico.
Cuando, a las nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún no podía
explicarme la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro
a casa de Filiberto, y después de allí ordenar el entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura,
la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda.
Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata, quería
cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz
labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
-Perdone... no sabía que Filiberto hubiera...
-No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven
el cadáver al sótano.
FIN
08
La memoria es el deseo satisfecho...
Carlos Fuentes
Fotografía: Efrén Galván.
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