viernes, 4 de noviembre de 2011

Seminario Cultural Artetipos No. 46.



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Estimados lectores: A continuación les presentamos los textos contenidos en el número 46 del seminario cultural Artetipos. Les recordamos que pueden enviar a imprimir las páginas del seminario.


Todos morimos

Hay una vela encendida
por todos los que ya están muertos
y hay una vela apagada
esperando a nuestro entierro;
hay mil primores de auroras
y graves sonidos inciertos.
lo que algún día estuvo vivo
ora otro día estará muerto,
es la Ley. Y es lo que importa,
es por eso que esta vida nada vale,
sólo un beso, una mirada o una caricia,
todo lo demás es humo y vil ceniza.




La muerte; anciana diosa de la tierra, de los ciclos… de la vida.

Gina Ancona

La muerte es un símbolo emblemático que ha causado admiración, temor e incertidumbre al ser humano a través de la historia. Durante todos los tiempos, y en todas las culturas se han generado creencias en torno a ésta, que han desencadenado en toda una serie de ritos y tradiciones ya sea para venerarla, honrarla, espantarla e incluso para burlarse de ella. México es un país rico en cultura y tradiciones, y la concepción que tenemos sobre la muerte, junto con las tradiciones que giran en torno a ésta, son uno de los principales aspectos que conforman nuestra identidad como Nación.
Ya que las celebraciones que se realizan hoy en día son el resultado de una mescolanza, definitivamente muy extraña, entre los rituales ancestrales, la sobre posición del catolicismo, y el inevitable cucharazo del imperio Yankee, quisiéramos difundir un poco sobre la forma en la que se realizaban las festividades y rituales relativos a la muerte por las culturas prehispánicas desde hace tres mil años.
Para nuestros ancestros las fechas en honor a los muertos eran tan importantes, que dedicaban dos meses completos para la efectuación de sus rituales. Durante el noveno mes del calendario solar mexica, llamado Tlaxochimaco, se llevaba a cabo la celebración a la que llamaban Miccailhuitontli o “Fiesta de los Muertitos”, alrededor del 16 de julio. Posteriormente en el décimo mes del calendario, Hueymiccaihuitl, se celebraba la Ueymicailhuitl o “Fiesta de los Muertos Grandes”. Esta celebración se llevaba a cabo alrededor del 5 de agosto, y era presidida por la diosa Mictecacíhuatl, conocida como la "Dama de la Muerte" y esposa de Mictlantecuhtli, Señor de la tierra de los muertos. En esta fiesta se acostumbraba realizar sacrificios de personas y se hacían grandes comidas. También la gente colocaba altares con ofrendas para recordar a sus muertos, lo que es el antecedente de las ofrendas de hoy en día.
Para los antiguos mesoamericanos, la muerte no tenía las connotaciones morales de la religión católica, en la que las ideas de infierno y paraíso sirven para castigar o premiar el comportamiento en vida. Por el contrario, ellos creían que los rumbos destinados a las almas de los muertos estaban determinados por el tipo de muerte que habían tenido. De esta forma, las direcciones que podrían tomar los muertos son:
El Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia. A este sitio se dirigían aquellos que morían en circunstancias relacionadas con el agua: los ahogados, los que morían por efecto de un rayo, los que morían por enfermedades como la gota o la hidropesía, la sarna o las bubas, así como también los niños sacrificados al dios. El Tlalocan era un lugar de reposo y de abundancia. Aunque los muertos generalmente se incineraban, los predestinados a Tláloc se enterraban, como las semillas, para germinar.
El Omeyocan era el paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli, dios de la guerra. A este lugar llegaban sólo los muertos en combate, los cautivos que se sacrificaban y las mujeres que morían en el parto. Estas mujeres eran comparadas a los guerreros, ya que habían librado una gran batalla; la de parir. Gracias a su valentía, se les enterraba en el patio del palacio, para que acompañaran al sol desde el cenit hasta su ocultamiento por el poniente. Dentro de la escala mesoamericana de valores, habitar el Omeyocan era un privilegio. Éste era un lugar de gozo permanente, en el que se festejaba al sol y se le acompañaba con música, cantos y bailes. Los muertos que iban al Omeyocan, después de cuatro años, volvían al mundo, convertidos en aves de plumas multicolores y hermosas.
Por otro lado, el Mictlán estaba destinado a quienes morían de muerte natural. Este lugar era regido por Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, señor y señora de la muerte. Era un sitio muy oscuro y encerrado, por lo que se creía que las cuevas y las grutas eran puertas de entrada al mundo de los muertos. –Curiosamente las cuevas, también se asociaban al origen de la vida, con el retorno al vientre materno y el contacto con las entrañas de la madre tierra; es evidente que la cosmovisión del mundo mesoamericano no se puede apreciar aplicando concepciones y escalas de valores occidentales -. El camino para llegar al Mictlán era muy tortuoso y difícil, pues las almas debían transitar por distintos lugares durante cuatro años. Luego de este tiempo, las almas llegaban al Chicunamictlán, lugar donde descansaban o desaparecían las almas de los muertos. Para recorrer este camino, el difunto era enterrado con un perro, el cual le ayudaría a cruzar un río y llegar ante Mictlantecuhtli, a quien debía entregar, como ofrenda, atados de teas y cañas de perfume, algodón (ixcátl), hilos colorados y mantas. Quienes iban al Mictlán recibían, como ofrenda, cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilo de algodón.
Por su parte, los niños muertos tenían un lugar especial, llamado Chichihuacuauhco, donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche, para que se alimentaran. Los niños que llegaban aquí volverían a la tierra cuando se destruyese la raza que la habitaba. De esta forma, de la muerte renacería la vida.
Los entierros prehispánicos eran acompañados de ofrendas que contenían dos tipos de objetos: los que, en vida, habían sido utilizados por el muerto, y los que podría necesitar en su tránsito al inframundo. De esta forma, era muy variada la elaboración de objetos funerarios: instrumentos musicales de barro, como ocarinas, flautas, timbales y sonajas en forma de calaveras; esculturas que representaban a los dioses mortuorios, cráneos de diversos materiales (piedra, jade, cristal y hueso), braseros, incensarios y urnas.
Cuando llegaron a América los españoles en el siglo XVI trajeron sus propias celebraciones del Día de Muertos cristianas y europeas, donde se recordaba a los muertos en el Día de Todos los Santos. Al convertir a los nativos del nuevo mundo se dio lugar a un sincretismo que mezcló las tradiciones europeas y prehispánicas, haciendo coincidir las festividades católicas del Día de todos los Santos y Todas las Almas con el festival similar mesoamericano, creando el actual Día de Muertos.


El origen de “La Catrina”

La versión original es un grabado en metal, autoría del caricaturista José Guadalupe Posada, y el nombre de la obra es "La Calavera Garbancera". "Garbancera" es la palabra con que se conocía entonces a las personas que “vendían garbanza”,  teniendo sangre indígena pretendían ser europeos, ya fuera españoles o franceses (lo último más común durante el Porfiriato), renegando de su propia raza, herencia y cultura.
Esto se hace notable por el hecho de que la calavera no tiene ropa sino únicamente el sombrero; es una crítica a muchos mexicanos del pueblo que quieren aparentar un estilo de vida europeo que no les corresponde.
..."en los huesos pero con sombrero francés con sus plumas de avestruz".
Fue Diego Rivera quien la dibujó por primera vez vestida en su mural "Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central", donde la calavera aparece como acompañante de su creador: José Guadalupe Posada. Asimismo fue el muralista quien la llamó "Catrina" nombre con el que se popularizó posteriormente, convirtiéndola así en un personaje característico mexicano.
La Catrina, con su traviesa sonrisa nos invita a asir el momento, y a través de la música y la danza, encontrar el sentido de la vida. La doble identidad de La Catrina nos recuerda que la vida es aquí, ahora y eternamente.



Viajero, una mirada…
Museo Nacional del Cairo
Miguel Cortés Loyo


Estar en Egipto nos obliga a remontarnos a épocas faraónicas, tiempos de pirámides, de “Hombres-Dios”, de esfinges, de ejércitos, de un reino de inmenso poder; imaginar el colorido del interior de las pirámides es una obligación, tratar de comprender la complejidad de las ropas de un faraón es subyugante, identificar la majestuosidad de una ceremonia antigua es un reto y conocer sus ritos y sus dioses, indispensable: toda esta imagen es más que superada, simplemente, por el Río Nilo (النيل en árabe, con un total de 6, 756 Kilómetros); poder observar nuestro rostro reflejado en el agua, al mismo tiempo que viajamos en una embarcación  clásica, de esas embarcaciones que cuentan con una gran vela de color blanco que combina con la misma embarcación y es reflejada en su totalidad en las aguas color azul del mismo Río Nilo, río de sueños, río de batalla y sobre todo río que encamina a la otra vida, a la inmortalidad.
Tras un paseo de un par de horas es tiempo de bajar de la embarcación e ir al centro del Cairo, y ahora dirigirnos al museo ubicado en sus arenosas calles, en esas calles bañadas constantemente por arena proveniente del Sahara,  donde encontramos un museo con mas de 120 mil piezas; es el museo de antigüedades egipcias más importante, este museo también es llamado Museo Egipcio, sin lugar a dudas uno de los más interesantes del mundo; es en particular este museo uno de los pocos a los que acudes con un sólo objetivo, con el fin de ver a su máxima estrella; ni más ni menos que el Faraón TutanKamon (1336/5 a 1327/5 a. C), El Rey Niño, este Faraón fue descubierto por Howard Carter el cuatro de Noviembre de 1922 en el Valle de los Reyes, identificando su tumba como la KV62, en ella encontraron al Faraón con más de tres mil quinientos objetos, y sumergido en un sarcófago, tres ataúdes y cuatro capillas doradas.
Este importante museo está edificado en su exterior por cantera rosada que es acompañada de algunas figuras típicas egipcias y que presenta en su interior sólo dos pisos provistos de techos altos emulando a las pirámides, a pesar de su tono ocre y aspecto polvoso en él se encuentran más de 120 mil objetos que están clasificados por épocas de la historia egipcia perteneciendo estos objetos a las siguientes épocas: Época Tinita, Imperio Antiguo, Imperio Medio, Imperio Nuevo, Tercer Período Intermedio, Tardío, Helenístico y Romano respectivamente; este importante museo se encuentra ubicado en la plaza Tahrir y fue diseñado en 1900 por el Arquitecto Francés Marcel Dourgnon siendo éste de estilo Neoclásico y terminado un par de años después.
Tras la codicia y anhelo de locales y extranjeros de descubrir tesoros antiguos es creado el “Servicio de Antigüedades de Egipto” en 1835, dando como resultado el primer conglomerado de antigüedades egipcias.
Actualmente podemos encontrar en el primer piso una sección de papiros y monedas, también podemos encontrar los objetos relacionados con los imperios: Antiguo, medio y nuevo, éstos incluyen desde grandes y pesados sarcófagos, estatuas y alguna que otra pintura, estando incluidos un sinnúmero de objetos encontrados en el Valle de los Reyes, se cuenta al mismo tiempo con una colección de animales disecados y momificados, en los que podemos encontrar desde cocodrilos, gatos, hasta aves de rapiña entre otros.
En el primer piso o superior podemos encontrar objetos de las dinastías XXI y XXII de Tanis, que incluye la máscara de oro del Faraón Psusennes, incluyendo piezas del periodo Romano y finalizando con un gran mosaico con la cabeza de medusa, por supuesto que la estrella está aquí, en este piso podemos encontrar la galería especialmente diseñada para mostrar a su estrella, el Faraón Tutankamon.
La visita a este museo puede durar unas seis horas aproximadamente, dependiendo del gusto del cliente, las fotos están prohibidas, y se recomienda llegar a primera hora pues hay un sinnúmero de “Guías” con visitantes que abarrotan la entrada a hora muy temprana, así mismo es indispensable llevar agua y comida, de hecho existe en la parte frontal izquierda una cafetería que podría espantar por sus precios a cualquier hijo de vecino, así que tomen sus precauciones.
Para conseguir recuerdos es importante que sepan que sólo existen dos tiendas oficiales a la salida del mismo, éstas son pequeñas y de costos elevados, sin embargo en la periferia existen cientos de vendedores que pueden ofrecer un objeto interesante por un precio considerable y no olviden regatear el primer precio, recuerden que estamos en la tierra de lo más antiguos mercaderes del mundo.
Existen muchos tours que visitan desde otros puntos de Egipto a la ciudad de Cairo, todos ellos son organizados por personas locales que entregan como comprobante un simple papel pre impreso con datos básico, pese a esta costumbre les puedo comentar que no es necesario pedir más, en estas tierras es costumbre creer en la palabra de las personas, más aun en un pequeño papel que para nosotros no representa una seguridad total, pero recuerden “a donde fueres haz lo que vieres”, así que disfruten su viaje, por supuesto que es más que indispensable hablar inglés, pues es muy difícil conseguir un guía de habla hispana.
En este reciente año y tras las muestras de descontento hacia el gobierno “actual-pasado”, este museo fue presa de manifestaciones y saqueos, siendo los mas afectados Tutankamon, del cual se extrajeron algunas estatuas de su colección, entre otros.
Pese a ello es muy complicado poder explicar la majestuosidad de sus objetos, más aún los pertenecientes al Faraón Tutankamon, se necesita ver en carne propia la máscara funeraria realizada en oro batido con incrustaciones de pasta de vidrio y turquesas, entre otros objetos para poder admirar la majestuosidad que en la orfebrería este pueblo logró alcanzar.
Gracias por su atención y nos vemos en el próximo museo, comentarios a: loyo_miguel@yahoo.com.


VERSIONES
Eliseo Diego

La muerte es esa pequeña jarra, con flores pintadas a mano, que hay en todas las casas y que uno jamás se detiene a ver.
La muerte es ese pequeño animal que ha cruzado en el patio, y del que nos consuela la ilusión, sentida como un soplo, de que es sólo el gato de la casa, el gato de costumbre, el gato que ha cruzado y al que ya no volveremos a ver.
La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer.
La muerte, en fin, es esa mancha en el muroque una tarde hemos mirado, sin saberlo, con un poco de terror.


Sólo la muerte
Pablo Neruda

Hay cementerios solos,
tumbas llenas de huesos sin sonido,
el corazón pasando un túnel
oscuro, oscuro, oscuro,
como un naufragio hacia adentro nos morimos,
como ahogarnos en el corazón,
como irnos cayendo desde la piel del alma.

Hay cadáveres,
hay pies de pegajosa losa fría,
hay la muerte en los huesos,
como un sonido puro,
como un ladrido de perro,
saliendo de ciertas campanas, de ciertas tumbas,
creciendo en la humedad como el llanto o la lluvia.

Yo veo, solo, a veces,
ataúdes a vela
zarpar con difuntos pálidos, con mujeres de trenzas muertas,
con panaderos blancos como ángeles,
con niñas pensativas casadas con notarios,
ataúdes subiendo el río vertical de los muertos,
el río morado,
hacia arriba, con las velas hinchadas por el sonido de la muerte,
hinchadas por el sonido silencioso de la muerte.

A lo sonoro llega la muerte
como un zapato sin pie, como un traje sin hombre,
llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo,
llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta.

Sin embargo sus pasos suenan
y su vestido suena, callado como un árbol.

Yo no sé, yo conozco poco, yo apenas veo,
pero creo que su canto tiene color de violetas húmedas,
de violetas acostumbradas a la tierra,
porque la cara de la muerte es verde,
y la mirada de la muerte es verde,
con la aguda humedad de una hoja de violeta
y su grave color de invierno exasperado.

Pero la muerte va también por el mundo vestida de escoba,
lame el suelo buscando difuntos;
la muerte está en la escoba,
en la lengua de la muerte buscando muertos,
es la aguja de la muerte buscando hilo.

La muerte está en los catres:
en los colchones lentos, en las frazadas negras
vive tendida, y de repente sopla:
sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,
y hay camas navegando a un puerto
en donde está esperando, vestida de almirante.



NUESTROS HUMANISTAS

Queridos lectores, a continuación un texto del maestro Agustín Yáñez sobre el ingreso de María del Carmen Millán a la Academia Mexicana de la Lengua. Ella fue la primera mujer en ingresar a dicha institución. Como continuación de la nueva serie Nuestros Humanistas, presentamos aquí estas líneas.


María del Carmen Millán en su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua
Por Agustín Yáñez

En su año centenario, esta Casa instituye fecha memorable, al abrir sus puertas, por primer a vez, a una mujer.
Nada lo impedía, ningún estatuto erigía valladar. El precedente queda roto.
La Corporación y sus individuos jamás fueron insensibles al empeño femenino en el cultivo de las letras. Acabamos de oír la reseña de colegas que aplicaron luces y simpatías al examen y ponderación de cuanto nuestro patrimonio literario debe a tantas escritoras, en histórica sucesión. (Permítaseme personal preferencia: entre tantas cúspides universales de la poesía fincadas en México, una sobresale, soberana, vencedora del tiempo: Sor Juana, cuyas claras corrientes fertilizan por siempre los rumbos del corazón. Hoy, aquí, le rendimos memoria, homenaje.)
Verdad es: las verdades perennes encarnan en símbolos. Misterio de la encarnación.
Modestia temperamental hace decir a la doctor María de Carmen Millán que su ingreso académico “es más un acto simbólico”; “significa que las puertas de la Academia Mexicana se han abierto, no para dar entrada a una mujer, sino a tantas mujeres mexicanas con merecimientos, dedicadas a los quehaceres de la cultura”.
Ciertamente fue considerado abundoso elenco de figuras y obras meritísimas –venturos por abundoso-, lo que revela, reelevan conquistas de la mujer en la república de las letras. Fió en futuros votos que asocien a nuestras tareas la sensibilidad, los méritos y conocimientos de otras cultoras del idioma.
Para su creación el símbolo requiere raíces de realidad, frondas, frutos, lo cual se da en la recipiendaria; contra lo que afirmo, fue distinción personal el haber sido electa para ocupar la vacante del maestro Julio Torri.
Puedo dar testimonio –testigo sin excepción alguna- de los créditos con que la candidatura de la doctora Millán, presentada por los académicos Mauricio Magdaleno, Alí Chumacero y Ernesto de la Torre Villar, fue unánimemente sufragada.
Estudiante, desde la Escuela Nacional Preparatoria, luego en la Facultad de Filosofía y Letras, al amparo de la preñada tradición, de la traza y armonía arquitectónica –en sí pétreas, permanentes lecciones: almos recintos de nuestra cultura- de San Ildefonso, de Mascarones, María del Carmen Millán alcanzó singular sobresalencia. Afecto a estructurar destinos en la cátedra, contemplé luminosa estrella sobre aquella muchacha, ensimismada y despierta, lúcida en trabajos e interrogatorios. Luego sus exámenes de maestría y doctorado, que le valieron máximas menciones; el desempeño de cátedras, por oposición, en luengo ejercicio; maestra de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras, donde impartió las asignaturas de metodología literaria y composición, iniciación a las investigaciones literarias, cursos y seminarios de literatura mexicana; ha profesado en centros de cultura nacionales e internacionales, y llevado la representación de México al extranjero, en congresos y varias otras actividades académicas; consejera técnica del Departamento de Letras, secretaria de la Facultad de Filosofía y Letras; directora de Cursos Temporales de la Universidad Nacional; ostenta las Palmas Académicas de Francia y la Bandera Yugoslava con corona de oro y collar; atiende los proyectos multinacionales de televisión educativa de la Organización de los Estado Americanos, y es responsable de los artículos acerca de literatura mexicana los Diccionarios de la literatura latinoamericana, editados por la Unión Panamericana, y de Historia, biografía y geografía de México por la Editorial Porrúa; cofundadora y animadora de la revista Rueca, una de las más importantes que hayan congregado en México la expresión del pensamiento y la sensibilidad femeninos; colaboradora de otras publicaciones: Hispania, Revista Interamericana de Biografía, Humanidades, Cuadrante; sobre todo en las que han dado a conocer y labrado prestigios de sucesivas generaciones: Tierra Nueva, Letras de México.
Quien considere sólo las piezas mayores en la bibliografía de la doctora Millán, podrá compararla con la obra conocida del maestro Julio Torri, a quien sucede aquí, en el asiento XII de la Academia, que antes ocuparon los académicos Manuel Peredo, Rafael Delgado, Federico Escobedo y José Rubén Romero. Bastaría el parangón: obra breve, incisiva, enjundiosa. Lo dijo el maestro Gracián: “más obran quintaescencias que fárragos”. Pero como la de Julio Torri, la labor literaria de la Doctora Millán es profusa en estudios, prólogos, recensiones, con los cuales podrán formarse varios orgánicos volúmenes y con el caso de Torri, habrá de añadirse la larga paciencia de la cátedra, informadora y formadora, despertadora de vocaciones, institutriz de disciplinas; lo que alguna vez fue definido como meta educativa: “Enseñar a aprender y a hacer”.
Con haber sumado prendas –cada cual podría inclinar la desusada, difícil votación-, destaca una para mí decisiva: la labor de la doctora Millán al convertir el Centro de Estudios Literarios de la Universidad Nacional –bosquejo de buenas intenciones, improvisadas- en macizo instituto de investigación, por cuya madurez hablan sus frutos: el Diccionario de Escritores Mexicanos y las ediciones, rigurosamente críticas de autores y obras nacionales, lo cual supone selecto equipo, con amplia paciente preparación.
A lo que ha de añadirse la multiplicación de libros que pródigamente llegan al pueblo en la Serie SEP/SETENTAS, bajo la dirección y empeño de la novel colega.
Remontados a sus dones de sagacidad y empatía, ciencia y conciencia, interpretación y saber de transmisión, interés y tesón, los confirmamos en ángulos recónditos con que ha desenvuelto la personalidad y cosecha de tres tan distintas, representativas escritoras mexicanas, estrellas de igual constelación, regida por Atenea, Erato y el Coro que Apolo concierta; las tres –María Enriqueta Camarillo de Pereyra, Concha Urquiza, Rosario Castellanos-, cuyos ríos, en opuestos, encontrados cauces, caudales, van a dar al mismo mar de temporalidad y eternidad.
El eterno femenino trae frescos aires, esencias, impulsos, a esta casa centenaria. Bienvenidos.
Anchas puertas a su adelantada. Bienvenida.











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